Covid, vulnerabilidad y personas desplazadas

Desde que hace ya unos cuantos meses la Covid-19 llegara a Europa, durante un buen tiempo vimos aquel extraño virus como algo ajeno o lejano allí en China, la pandemia agitó y trastocó por completo nuestras vidas.

Carlos Guzmán Pérez, militante del PCE-EPK Navarra y de IUN-NEB.

2020-ko irailak 11

Mejor dicho, nuestras privilegiadas vidas.
En la actualidad, en este planeta globalizado y dirigido en su práctica totalidad por un
capitalismo voraz y depredador, más de 70 millones de personas han sido abocadas a
desplazarse en una desesperada huida de las guerras y de las violencias. Tras esta superlativa
cifra, se esconden las historias vitales de 70 millones de personas que forzosamente,
importante lo de forzosamente porque debemos remarcar sobremanera la no voluntariedad
del desplazamiento, se han visto abocadas a abandonar sus hogares, muchas veces a
consecuencia de la desgraciada intervención directa de las potencias internacionales, en el
llamado tercer mundo o periferia capitalista. 

Ante la Covid-19, el conjunto de la población mundial somos vulnerables sanitariamente frente
a un virus prácticamente desconocido y del que todavía no se ha extendido una vacuna
protectora, y cuya mayor prevención es la correcta y constante higienización de nuestras
manos y el uso continuo de elemento de protección individual como las mascarillas o las
pantallas protectoras. Esta vulnerabilidad crece de forma inversamente proporcional al nivel
socio-económico de la población; no es ningún secreto que a mayor nivel de renta, mayores
son las comodidades y posibilidades de todo tipo existentes. Si la vulnerabilidad crece de
forma exponencial con el descenso del nivel socio-económico de la población, en el caso de las
personas refugiadas podemos asegurar con total rotundidad que esta vulnerabilidad cuanto
menos se duplica en las personas refugiadas. 

¿Nos podemos llegar a imaginar que medidas higiénico-sanitarias se pueden guardar o
respetar en los campos de refugiados? Grandes explanadas atestadas de infra-construcciones
superpobladas, sin agua corriente ni saneamientos, con escaso e insuficiente suministro de
agua potable, y alimentación deficiente en muchos casos abocada a la caridad y/o solidaridad
del tejido asociativo no gubernamental. A todo ello, hay que sumar el débil estado de salud de
muchas de las propias personas refugiadas tras días, semanas o incluso meses de huida en
condiciones deplorables. Sin lugar a dudas, la imagen y las pésimas condiciones que ofrecen
estos lugares se asemejan más al infierno de Dante que a cualquier otro lugar. 

Más del 80% de las personas desplazadas forzosamente se encuentran en países ya de por sí
con niveles de renta medios o bajos con sistemas sanitarios subdesarrollados o precarizados, y
con escasa capacidad de hacer frente correctamente a la pandemia. Pero cuando hablamos de
estos campos de refugiados no hay que pensar solo en Dollo Ado (Etiopía), Kakuma (Kenia), Al
Zaatari (Jordania), o Panian (Pakistán) que parece que quedan muy lejos. Podemos y debemos
pensar y señalar sobre todo vergonzantes ejemplos más cercanos como el del Campo de
Refugiados de Moria en la isla griega de Lesbos, el mayor campo de refugiados de Europa,
proyectado en su origen para “acoger” 2.840 personas y que en la actualidad cuenta con cerca
de los 13.000 “habitantes” (entrecomillo acoger y habitantes, porque es evidente que a ese
lugar se le puede aplicar cualquier adjetivo menos acogedor y habitable). 

Tampoco podemos olvidar a los grandes olvidados, y sobre todo, grandes despreciados; los
que ni tan siquiera llegan a alcanzar un infierno en tierra firme. Según la Organización
Internacional para las Migraciones (OIM), 1.283 personas perdieron la vida en el Mar
Mediterráneo, 2.299 en todo el mundo, a lo largo del año 2019 intentando ganarle una batalla
perdida a la violencia y a la muerte. Pateras, cayucos, o balsas precarias se convierten para
decenas de miles de migrantes en un infierno flotante, en el que como podemos imaginar, la
Covid-19, a pesar de su virulencia, se convierte en el menor de sus dramáticos problemas. 

¿Y cuál es nuestra respuesta como sociedad? ¿Cuál es la respuesta de este llamado primer
mundo capitalista tan intrínsecamente ligado en muchas ocasiones a las problemáticas
generadoras de esos movimientos migratorios forzosos? El deprecio, el olvido, y el racismo.
Por desgracia nos hemos acostumbrado a tolerar que los países miembro de esta Unión
Europea neoliberal fortifiquen sus fronteras con vallas, rejas y concertinas. Nos hemos
acostumbrado a que naves mal llamadas guardacostas lejos de salvar o ayudar a los
desplazados por mar, intercepten con el peor de los propósitos sus frágiles embarcaciones. Y
ya como culmen y colofón de la xenofobia eurocéntrica de nuestra sociedad, hemos asistido
en los últimos meses a la quema malintencionada de varios campamentos de migrantes
temporeros en nuestro propio país. ¿Hasta dónde es capaz de llegar la indecencia y la miseria
xenófoba? 

En nuestro país, no podemos olvidar que no hace demasiadas décadas fueron cientos de miles
de nuestros compatriotas los que desesperadamente tuvieron que huir del horror franquista,
encontrando asilo en los cercanos campos franceses de Gurs, Argelès-sur-Mer, o Vernet
d’Ariège. Todos ellos y ellas no tuvieron que hacer frente a un cruenta pandemia, pero si a la
penuria y a la desdichada indiferencia de las autoridades francesas. Por todos ellos y ellas,
tenemos el deber histórico de no mirar hacia otro lado y abandonar a su suerte a las decenas
de millones de personas desplazadas hoy en nuestro planeta; financiar suficientemente las
políticas de cooperación al desarrollo asegurando el 0´7 presupuestario para acabar con las
brechas estructurales en origen, iniciar procesos extraordinarios de regularización ágiles que
otorguen todos los derechos a todas la personas en destino, y sobre todo apostar clara y
decididamente por políticas internacionales pacifistas y solidarias edificadas sobre el
escrupuloso respeto a los Derechos Humanos y a la soberanía de los pueblos, han de ser
fundamentales durante este tiempo de pandemia y durante la reconstrucción socio-económica
posterior. 

Al término de la redacción de este artículo nos sorprende la noticia de que el Campo de
Refugiados de Moria (Grecia) ha sido devastado esta madrugada por un voraz incendio,
dejando sin “cobijo” precario a más de 13.000 personas desplazadas. Según leemos a alguna
agencia internacional, durante el incendio, fuerzas antidisturbios y propios vecinos de
localidades próximas han cercado las inmediaciones del Campo para evitar la “fuga” de las
personas internadas, dificultando todo ello la labor de los equipos de bomberos.

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