Lesbos. Ongi etorri errefuxiatuak
Lesbos es solo un lugar de paso en las rutas que configuran el mayor éxodo producido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, un peligroso punto en el camino cuyas costas, a pocos kilómetros de Turquía se han convertido en un cementerio anónimo. El proyecto europeo flota ahora mismo en el Egeo en forma de chalecos. Las fronteras son un peligro más a combatir o esquivar por quienes merecen ser protegidos por el derecho de asilo.
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Siguen llegando a las costas de Lesbos cientos de personas. Llegan en balsas neumáticas, que son apenas una estructura de goma inflada en la que se apiñan entre cuarenta y sesenta personas; y en las que los pequeños motores, que han sido trucados para que no se paren durante la travesía, a duras penas consiguen que lleguen a la otra orilla.
La llegada a esta pequeña isla es apenas un primer paso, en una ruta penosa, que incluirá autobuses en Macedonia, trenes en Serbia y caminatas en Hungría. Las familias que llegan de Siria, Irak y Afganistán salen muy pronto de Lesbos: en uno o dos días desde que pisaron la playa se subirán a uno de los ferrys que a diario salen hacia Atenas, para seguir desde allí su camino. Por otro lado para quienes llegan desde otros países no es tan fácil. La Unión Europea es reacia a darle papeles a yemeníes, somalíes, tunecinos, marroquíes y demás países. Esa gente se queda semanas e incluso meses en el limbo de las colas y la miseria de los campos de refugiados y refugiadas.
Ni el Gobierno griego, ni la Unión Europea, ni las grandes organizaciones internacionales han dado respuesta a esta llegada de refugiados y refugiadas. Hasta ahora toda, absolutamente toda, la atención que han estado recibiendo ha sido proporcionada por voluntarios y voluntarias. Son voluntarias las que patrullan las costas, quienes los ayudan a desembarcar, les cambian las ropas, los alojan en tiendas por la noche…
Todo esto que está pasando aquí, a nuestro lado, en una pequeña esquina de Europa.