Octubre de 1944, Alcalá de Henares. En recuerdo a Martín Gil Istúriz

Eduardo Mayordomo

Militante del PCE-EPK en Navarra

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En los años 40, en las cárceles españolas, el ruido de pasos de madrugada era augurio de muerte. Celda a celda, los funcionarios de prisiones iban buscando reos con los que saciar a la bestia fascista. Bajo la telaraña judicial tejida en 1941 y 1943, con las leyes de represión del comunismo y de rebelión militar, el régimen franquista había llenado de barrotes y fosas comunes las ansias de libertad del pueblo español.

En una de esas cárceles, en la de Alcalá de Henares, se encontraba en octubre de 1944 el navarro Martín Gil Istúriz, militante del Partido Comunista de España y detenido un año antes en Oroz-Betelu. Convencido de que las gestiones que se estaban haciendo para su indulto estaban dando sus frutos, le pilló por sorpresa esa noche del 14 de octubre la entrada a su celda del policía que, dictamen en mano, le reclamaba para cumplir sentencia. Junto a él, otros diez presos políticos fueron fusilados ese día, hace ahora 80 años. Tampoco se libró de la muerte el compañero de celda de Martín, el también comunista Félix Pascual, a quien dio ese emocionado último abrazo de camaradas. Un abrazo que, a buen seguro, le hubiera gustado dar a su hermano Miguel Gil Istúriz, que por aquel entonces también estaba en la prisión de Alcalá; o a su padre Pedro, a quien, en la última carta que le envió 15 días antes de ser fusilado, le agradecía el café que le había mandado, le pedía ropa para el invierno que se acercaba y le invitaba a tener esperanza.

La breve pero intensa vida de Martín -fue asesinado con 32 años-, resume a la perfección la existencia de todos aquellos hombres y mujeres que en nuestros pueblos navarros lucharon en los peores años de la dictadura por un mundo mejor. Un mundo en el que la igualdad y la libertad se impusieran al hambre y represión que había traído a España la Falange, la burguesía católica y el carlismo.

Maestro de profesión -ejerció en Amaiur-, Martín tiene que escapar de Navarra en julio de 1936. En cuanto puede, se une a las filas republicanas, luchando en varios frentes de guerra. Tras la victoria fascista, es uno de los miles de españoles que, en su huida, son hacinados por Francia en los campos de concentración levantados al otro lado de los Pirineos, en su caso en el de Argelès-sur-Mer.

Tras quedar libre, el contacto con otros exiliados en tierras galas le hace redoblar su compromiso político. Así, toma peso dentro del PCE y se convierte en una de las piezas claves de la reorganización del partido en Navarra. Mientras reside en Francia, hace viajes clandestinos al otro lado de los Pirineos para ayudar a levantar esa nueva estructura comunista, crear un aparato de paso de militantes por la frontera, contactar con la dirección en Madrid, o llevar propaganda y las directrices políticas de la dirección del PCE que estaba en París y Toulouse.

En esos primeros años 40, su frenética actividad le lleva a realizar en numerosas ocasiones la ruta entre Pamplona y Francia, sin olvidar su Aoiz natal (donde residía su familia) u Oroz-Betelu. En este pueblo precisamente, acaba siendo detenido en agosto de 1943, tras caer en la capital navarra todo el grupo que pretendía reorganizar el PCE en este territorio. Ese 23 de agosto son arrestados su hermano Miguel, Fernando Gómez Urrutia, Ramón Echauri Esparza, Vicente Rey, Francisco Rey, Dora Serrano o Julia Bea Soto.

La mala suerte, o mejor dicho, esa macabra lotería con los números marcados por el régimen franquista, se cebó con Martín Gil. A saber: la operación policial nació de la información que dio un confidente de la policía; el arresto se produjo un día antes del regreso a Francia que tenía previsto realizar con su camarada Emilio Orradre; y lo peor: la detención fue propiciada por su propio padre, quien engañado en Aoiz por la policía les dio a conocer el paradero de Martín en Oroz-Betelu. A la llegada de los agentes a esta localidad, aunque intentó escapar de la casa donde se encontraba, un disparo en la pierna posibilitó su arresto. Tras pasar por el Hospital de Navarra, acabó en la Dirección General de Seguridad, la cárcel de Porlier y, finalmente, Alcalá de Henares. Allí, un 19 de julio de 1944 fue juzgado, junto al resto de militantes detenidos, por el Tribunal Especial de Delitos de Comunismo.

A pesar de que las pruebas eran escasas y que los delitos no pasaban de meros deseos de reorganizar el partido en tierras navarras (la anterior dirección había ‘caído’ un año antes, en 1942), el régimen franquista no tuvo piedad. Además de la sentencia de muerte a Martín Gil, Fernando Gómez y Francisco Rey fueron condenados a 20 años, Julia Bea a 15 años, Miguel Gil a 12 años y Dora Serrano a seis años de prisión.

Tampoco le acompañó la suerte en las últimas semanas de vida. El indulto que, con los contactos que posibilitaba la época, había apalabrado su familia con las instituciones franquistas no sirvió para nada. Como en muchos otros casos, el sistema de represión resultó implacable, haciendo caso omiso a peticiones llegadas de la Iglesia, ayuntamientos o el propio Ejército para la rebaja de penas o conmutación de penas de muerte.

Según la información que ofrece el Ministerio de Memoria Democrática, el cadáver de Martín Gil, como los cuerpos del resto de los fusilados en Alcalá de Henares, fue llevado a una fosa del Cementerio del Este de Madrid, denominada con el código 2005/2010 MADR y que actualmente está desaparecida. Los fusilados se introducían de 15 en 15, en cajones de pino, y se enterraban en zonas consecutivas. Se estima que en esta gran fosa se encuentran casi 3.200 víctimas franquistas.

Ahora que los negros nubarrones del fascismo vuelven a acechar no solo los cielos franceses, italianos o austriacos, sino los de nuestros propio país, es más necesario que nunca recuperar y reivindicar figuras como la de Martín.

Ocho décadas después de ese fatídico 14 de octubre de 1944, es una obligación democrática no olvidar cómo era la España de esos años. Porque recordar a las 11 personas que fueron fusiladas ese día en Alcalá de Henares, a las cientos que asesinaron ese año en Ocaña, Carabanchel, Paterna, Zaragoza, Barcelona, Badajoz o Ciudad Real, no es un acto de memoria, sino profundamente político, ideológico. Un compromiso con la sociedad navarra y con sus deseos de vivir en paz, libertad e igualdad; sabiendo que las soluciones a los retos económicos y sociales que tenemos por delante no pueden pasar por las mismas doctrinas que sembraron nuestra tierra de odio y sangre.

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